jueves, 13 de agosto de 2015

CATEQUESIS SOBRE LA FAMILIA: LA FIESTA.

El Santo Padre recuerda que la fiesta no es la pereza de estar en el sofá, sino una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho. Advierte que la codicia del consumir nos hace estar más cansados al final que antes

FUENTE ZENIT.
Ciudad del Vaticano, 12 de agosto de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy abrimos un pequeño recorrido de reflexión sobre las tres dimensiones que marcan, por así decir, el ritmo de la vida familiar: la fiesta, el trabajo, la oración.
Comenzamos por la fiesta. Y decimos enseguida que la fiesta es una invención de Dios. Recordamos la conclusión del pasaje de la creación, en el Libro de Génesis: “El séptimo día, Dios concluyó la obra que había hecho, y cesó de hacer la obra que había emprendido. Dios bendijo el séptimo día y lo consagró, porque en él cesó de hacer la obra que había creado”.(2,2-3). Dios mismo nos enseña la importancia de dedicar un tiempo a contemplar y a gozar de lo que en el trabajo se ha hecho bien. Hablo de trabajo, naturalmente, no solo en el sentido de la labor y la profesión, sino en un sentido más amplio: cada acción con la que nosotros hombres y mujeres podemos colaborar a la obra creadora de Dios.
Por tanto, la fiesta no es la pereza de estar en el sofá, o la emoción de una tonta evasión. La fiesta es sobre todo una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho. También vosotros, recién casados, estáis festejando el trabajo de un bonito tiempo de noviazgo: ¡y esto es bello! Es el tiempo para ver a los hijos, o los nietos, que están creciendo, y pensar: ¡qué bello! Es el tiempo para mirar nuestra casa, a los amigos que hospedamos, la comunidad que nos rodea, y pensar: ¡qué bueno! Dios lo ha hecho así. Y continuamente lo hace así, porque Dios crea siempre, también en este momento.
Puede suceder que una fiesta llegue en circunstancias difíciles y dolorosas, y se celebra quizá “con un nudo en la garganta”. Y, también en estos casos, pedimos a Dios la fuerza de no vaciarla completamente. Vosotros, mamás y papás sabéis bien esto: ¡cuántas veces por amor a los hijos, sois capaces de apartar las penas para dejar que ellos vivan bien la fiesta, gusten el sentido bueno de la vida! ¡Hay tanto amor en esto!
También en el ambiente del trabajo, a veces --sin dejar de lado los deberes-- sabemos  “infiltrar” algún toque de fiesta: un cumpleaños, un matrimonio, un nuevo nacimiento, como también una despedida o una nueva llegada… es importante. Es importante hacer fiesta. Son momentos de familiaridad en el engranaje de la máquina productiva: ¡nos hace bien!
Pero el verdadero tiempo de la fiesta suspende el trabajo profesional, y es sagrado, porque recuerda al hombre y a la mujer que son hechos a imagen de Dios, quien no es esclavo del trabajo, sino Señor, y por tanto tampoco nosotros debemos ser nunca esclavos del trabajo, sino “señores”. Hay un mandamiento para esto, un mandamiento que es para todos, ¡nadie excluido! ¡Y sin embargo hay millones de hombres y mujeres e incluso niños esclavos del trabajo! En este tiempo existen esclavos ¡Son explotados, esclavos del trabajo y esto es en contra de Dios y en contra de la dignidad de la persona humana! La obsesión por el beneficio económico y la eficiencia de la técnica amenaza los ritmos humanos de la vida, porque la vida tiene sus ritmos humanos.
El tiempo de descanso, sobre todo el del domingo, está destinado a nosotros para que podamos gozar de lo que no se produce ni consume, no se compra ni se vende.
Y sin embargo vemos que la ideología del beneficio y del consumo quiere comerse también la fiesta: también a veces es reducida a un “negocio”, a una forma para hacer dinero y para gastarlo. ¿Pero trabajamos para esto? La codicia del consumir, que implica desperdicio, es un virus malo que, entre otras cosas, nos hace estar más cansados al final que antes. Perjudica el verdadero trabajo y consume la vida. Los ritmos desregulados de la fiesta causan víctimas, a menudo jóvenes.
Finalmente, el tiempo de la fiesta es sagrado porque Dios lo habita de una forma especial. La Eucaristía del domingo lleva a la fiesta toda la gracia de Jesucristo: su presencia, su amor, su sacrificio, su hacerse comunidad, su estar con nosotros… Y así cada realidad recibe su sentido pleno: el trabajo, la familia, las alegría y las fatigas de cada día, también el sufrimiento y la muerte; todo es transfigurado por la gracia de Cristo.
La familia es dotada de una competencia extraordinaria para entender, dirigir y sostener el auténtico valor del tiempo de la fiesta. Pero ¡qué bonitas son las fiestas en familia, son bellísimas! Y en particular la del domingo. No es casualidad si las fiestas en las que hay sitio para toda la familia ¡son aquellas que salen mejor!
La misma vida familiar, mirada con los ojos de la fe, nos parece mejor que los cansancios que comportan. Nos aparece como una obra de arte de sencillez, bonito precisamente porque no es artificial, no fingido, sino capaz de incorporar en sí todos los aspectos de la vida verdadera. Nos aparece como una cosa “muy buena”, como Dios dijo al finalizar la creación del hombre y de la mujer (cfr Gen 1,31). Por tanto, la fiesta es un precioso regalo que Dios ha hecho a la familia humana: ¡no lo estropeemos!

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